Cumáicha

domingo 11 de octubre de 2020 | 3:30hs.
Cumáicha
Cumáicha

Alberto Szretter

En la región de Cumáicha, al norte del país, hay un sector montañoso donde se produce un fenómeno extraño: la fuerza de gravedad es poca, menor que la habitual en otras partes del planeta. Y es tan poca que las cosas son extremadamente livianas.

Es una zona selvática de escasos kilómetros cuadrados, entre despeñaderos, cerros y pequeños valles ocultos. Fuera de esa área la atracción de la Tierra se va normalizando a medida que nos alejamos del territorio.

Quise viajar allí desde la Capital, pero solo estuve cerca. No pude llegar por los innumerables obstáculos que se presentan al viajero, y porque no hay caminos. Y también porque, todavía, a nadie le importa sacrificarse ni como compañía, frente a inconvenientes de todo tipo para ir a un lugar tan agreste, caluroso, escondido y lejano, a comprobar -balanza en mano- que pesa la mitad. O para admirarse de que puede saltar, con un pequeño esfuerzo, cinco metros en todos los sentidos. Menos para abajo, claro.

Me dijeron que no vive gente en Cumáicha, que algunos aborígenes de las inmediaciones van una vez por año, en época de carnaval, a divertirse en esa comarca con un juego que consiste en perseguirse en la espesura de la vegetación abigarrada y de árboles inmensos. Pasan una semana buscándose y encontrándose, al cabo de la cual vuelven cansados y felices. Y que el contingente de nativos regresa engrosado en número y sonrisas por la simple magia del recreo en esa maravilla.

Y dicen en el pueblo más próximo, sin darle importancia al dato, que las frutas son enormes, llenas de jugo dulce y de arcoíris, y que los animales son también más grandes e increíblemente mansos, como si fueran dichosos, como si al estar ahí, por ese simple hecho, tuvieran la bondad que en otras latitudes sería contraria a su esencia salvaje.

Hace casi un siglo un anciano barbado de origen francés llegó al lugar, por iniciativa propia. En soledad, sin ningún apoyo aclaró que quería “estudiar el fenómeno de la ley inversa del cuadrado de la distancia, en Qoumahichá (sic)”. Las Autoridades no entendieron y lo dejaron pasar, creyéndolo un escritor, un bohemio inofensivo. Tenía aparatos rudimentarios fabricados por él mismo, pero carecía de formación académica. Sin embargo, hizo reseñas pomposas de sus experimentos, que remitió a revistas científicas.

Muchos papeles se perdieron y otros pocos, que son copias de copias, circulan en librerías de viejo de la Capital. Solamente dos originales están en la Biblioteca Nacional.

Los he leído. No dicen gran cosa. No explican el cambio de conducta de la materia en ese sitio. Enumera minucias, refiere asombros, deja testimonios fríos con pretensión de ser objetivos. En realidad, lista supuestos hallazgos y extrapola imaginaciones y delirios. Certifica que la aguja de la brújula se enlentece, como si enfermara de aburrimiento o le agarrara melancolía. Dice que el Sol sale por el Este y desaparece por el Oeste, lo que nos parece bien, normal, y hasta recomendable, y quiere asociar esa rutina, no sabemos con qué argumento, con la interacción gravitatoria. Afirma, además, que no se le puede echar la culpa a la Luna por la liviandad manifiesta de enseres y utensilios. Revela que él asume la defensa del satélite terrestre, a quien cree inocente, aunque no aporte pruebas de elipsis, menguantes y plenilunios; ni se sepa que alguien le haya pedido el cometido leguleyo. Y concluye, en un opúsculo, que se le fue la mano para arriba cuando construyó un cobertizo. Es lo único anecdótico y de color que refiere, como un desliz simpático de escaso valor.

Lo que no dice es lo que nos enteramos por un baquiano desdentado, viejo y arrugado, como una pasa de uva. Había, desde aquellos años, una habladuría en esos rincones naturales que llegó a este hombre, y que nos relata como si fuera el cuento de un testigo presencial. Parece que el investigador a destajo hizo un techo de cañas y de adobe cocido a la intemperie, y que fue cierto que lo levantó a una altura desmesurada, por ausencia de un efecto contrario y porque hasta el metro en Cumáicha se alarga en las medidas, pero su mente clásica, europea, olvidó un detalle: la lluvia no cae de arriba para abajo en el distrito, como en otras partes del mundo, sino que es horizontal.

Resulta que las nubes aflojan sus vejigas en otoño y primavera con fuerza torrencial, y el reguero se larga a la aventura de venirse a la tierra, pero aminora su marcha atmosférica por falta del imán newtoniano, como si el agua fuera desprendiéndose de su lavativa labor, a la que se debería, y se transforma en una tímida fuente por la mitad del recorrido. Ya cerca del suelo el viento, tiernamente, vuelve a las gotas perezosas, arrastrándolas paralelas a la superficie, como si no quisieran nunca terminar su descenso. A veces besan el piso de laderas que en realidad son regazos de musgo de cordillera, otras veces tocan las hojas, que parecen grandes polleras de helechos, humidifican rasantes el ambiente, y continúan hasta que caen soporosas en quebradas y baldíos. Muchas de estas lágrimas del cielo, pican, rebotan en piedras y madera, y vuelven a saltar; son langostas líquidas agotadas que al final van a dormirse en cualquier parte.

Al naturalista de entrecasa le llegaron los primeros aguaceros de costado. Pero después fue un temporal constante, refiere el informante. Fue como un desesperado arroyo levitando, separado del suelo, con ínfulas de río. Su refugio no tenía paredes, nos cuenta el declarante. Yo supongo, esto corre por mi cuenta, que habrá sentido como agujas frías que lo mojaban de canto y le barrieron la capota inservible. En un informe del Archivo Histórico está el resumen de su internación. Lo transportaron unos indios, mientras expectoraba un fluido transparente, en un camastro rústico hasta una aldea, y de ahí a la Capital en un armazón sin ruedas, una camilla sencilla, tirada por un burro. Tenía agua en los pulmones; tanto habrá sido el diluvio soportado que le pasó la piel, el costillar, la pleura. En esa huida de la tempestad, trajo consigo unos croquis hechos sopa que pudo salvar como gran cosa.

Estos datos no figuran en su informe. Nadie que quiere ser un héroe escribe sus derrotas. Los indios me aseguraron que tampoco quedan señales de su paso, por dos motivos. Uno, por el tiempo transcurrido, y otro, porque esa zona tiene la dicha de equilibrarse sola, sin la ayuda humana, que por suerte está lejos.

Yo quisiera volver a ese paraje, llegar al núcleo del enclave. Y llegar antes de que manden allí topadoras para hacer autopistas, o máquinas para buscar petróleo, o alguna multinacional adquiera por un puñado de dólares, los derechos para construir hoteles cinco estrellas, haga géiseres artificiales, publicite aguas termales inexistentes, o instale un parque de diversiones. Existen empresas internacionales que diseñan instituciones en lugares exóticos para tratar el estrés, la artrosis, la obesidad, la vejez, la declinación moral, y otras dolencias de la civilización moderna, como la depresión, la diabetes, el egoísmo.

Tengo miedo de que esto suceda.

Quisiera pasar aunque sea un par de días en sus valles internos, sin básculas portátiles, sin llevar contadores de radioactividad, ni teodolitos, ni GPS, ni planillas de cálculo, ni computadoras para registrar los milibares, la altitud con respecto al mar, sin trasladar radares para comunicarme con la ciudad, ni paneles móviles contra los chubascos.

No quiero descifrar el misterio.

Quisiera ir, en cambio, a sentarme si se puede en el lugar, y si se puede sin hacer nada. Solo a mirar, a contemplar la potencia de la vida, y cómo tira alegre para el cielo. Y a sentirme emancipado -que se me conceda ese deseo- de las presiones de la gente y las obligaciones, de las influencias de hectopascales, de reglamentos urbanos, de horarios de trabajo, de urgencias y citas perentorias. Independiente, digo, de esos compromisos que agobian. Libre del tiempo.

Quisiera sentirme desprendido de la masa y el peso, olvidado de esa fuerza que tira para abajo, al centro de la Tierra; contagiada de la Otra precisa y artera, de esa Otra, inapelable, que un día nos invade a cada uno de nosotros, centrípeta y final.