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El Pase

domingo 11 de octubre de 2020 | 0:30hs.
El Pase

Raúl Novau

Espió el parpadeo del lucero que sobresalía tras el esquinero del rancho y Enriqueta aseguró entonces que tendrían una buena jornada. Pues “el pase” de ese día representaba afanosos trajines con Piloncho desde hace tiempo. Hubo que criarlo guacho desde chiquito. Martita se encargó de amamantarlo con biberón hasta que surgieron los filosos colmillitos. Mi preciosa flaquita, decía Enriqueta por su hija Marta, escuálida adolescente. En los fondos Piloncho compartía la estadía con algunas gallinas y un gallo polaco, mientras Marta estaba ausente ayudando a su madre en el cruce del río. Apenas regresaban a media tarde escuchaban sus gruñidos de contento. Marta se había encariñado con el lechoncito.

-Eso es porque le pusiste nombre, decía la madre.

Enriqueta estaba decidida. No dejaría pasar esta ocasión. El carnicero Aparicio, su marchante de la otra orilla de tantos años, le había encargado un lechón de ocho kilos más o menos con el fin de cebarlo para las fiestas navideñas. No iría a fallarle. Y así abonar los medicamentos que Marta necesitaba para su enfermedad.

- ¡Ay! ¡Tu fuego de San Antonio, hija! -decía.

Los mejunjes caseros no tuvieron efectos en el menguado cuerpo de Martita, cada vez más enjuta y soñolienta. Cataplasmas de llantén y ortiga más tisanas de verbena eran simples placebos frente al avance del cinturón de ampollitas rojizas en pos del ombligo.

-Si el aro se cierra, ella muere –advirtieron las comadres. Recomendaron a la curandera Eulalia, adiestrada en pócimas y brebajes para todo tipo de males y pases de videncia. Pero Enriqueta andaba malquistada con ella por el adverso trabajo de reconquista de su hombre. Al contrario, se enteró que se alejó a otro pueblo con una mujer ajena.

Enriqueta rezaba a su abogada como la llamaba a la virgen de Caacupé. Ante la imagen oraba silabeando sus promesas en pos de la sanación de su hija.

-Y que eduque su idea de sanarse, virgencita, que la oriente pues es rebelde y no quiere desprenderse del animal a quien puso nombre y todo, pedía con hondos suspiros.

-Pues que la acompañe, ya que insiste, se quejaba Enriqueta. Era sufrir el doble pero Martita quería dilatar hasta el extremo la despedida final.

Y ahora partían después de unos mates con los albores del cielo y el clamor de prontas cigarras que daban el pórtico a un tórrido día. Enriqueta acomodó al Piloncho en el fondo de un ajado bolso anaranjado, cubriéndolo de verduras mientras él gruñía incómodo y azorado. Esperaron con otras villenas, que aparecían de arenosas calles con sus atados y cestos, la llegada del camión, en un parloteo de novedades personales en guaraní y de cómo estaría la guardia argentina. Fueron descartando apodos conocidos de turnos recientes y concluyeron que este día no convenía. El Sapo y Luichón eran caros y despiadados. Pero la fatalidad no estaba en sus mentes, decían, preocupadas en realidad por el chancho que chillaba mucho más ahora con el traqueteo del vehículo.

En el trayecto, Enriqueta fregó hojas de adormideras en las narices del Piloncho para tratar de calmarlo bajo la atenta mirada de Marta. Como seguía con el refunfuño, pese a los cánticos de arrorró de Marta, Enriqueta ató una toalla mojada al hocico, dejando una pequeña abertura para que respire.

En el puerto encarnaceno, haciendo equilibrios con los enseres, se alinearon esperando la apertura de la Marinería. Se preparaba la “Sirena del Ypoá”, primera lancha de la mañana con sus motores en marcha. Finalmente se abrió la casilla para otorgar a cada una un pequeño papel membretado con sellos que debían entregar al regreso. El anaranjado estaba inquieto.

Los estibadores fueron acomodando la carga en el techo de la lancha que se balanceaba frotando con sus neumáticos viejos los costales de la pasarela de tablas. El Paraná rumiaba su letargo líquido en mansas olas que mecían botes y el pontón de amarre. La “Sirena” se deslizó en un primer acelere donde surgió en alto la proa para hundirse y cabecear después con el oleaje en chasquidos que esparcían gotas desprendidas a las barullentas pasajeras.

Por sobre el ruido atronador del motor se alzaba la barahúnda de comentarios y risas. A medida que se alejaba la lancha, las casas y calles se comprimían para insertarse en el perfil del paisaje de fondo azulino. La proa avanzaba hacia el muelle que emergía como término de una ancha avenida terrada y el verduzco contorno de un cerro decorando el horizonte.

Después del atraque descendieron con sus bártulos. Enriqueta con el canasto en la cabeza y Marta a duras penas con el bolso.

-Van a desconfiar por el peso –dijo Enriqueta.

Desde las soleadas escalinatas se oían las voces de mando. En correcta fila sin gritar, abriendo y mostrando el interior de carteras y bultos, tronaba un altavoz. Solo permitido frutas de estación y manufacturas. Nada de Chesterfiels, wiskis, transistores. Menos carnes y menos aún animales vivos.

Enriqueta acomodó el rodete en la cabeza de Marta y el canasto encima. El anaranjado se movía. Enriqueta disimulaba su nerviosismo conversando al voleo con sus amigas.

-¡Ay! Si me pillan –musitaba. Sabía que si fuera así se encontraría perdida; además comprometía a sus compañeras pues el registro se haría más exhaustivo. Marta miraba desvalida el subir del bolso los escalones hacia la inspección. Un largo mostrador inauguraba la sala. El Sapo y Luichón eran solo ojos múltiples, munidos de bastones que pujaban al azar los envoltorios. Enriqueta descorrió el cierre y una estocada a la hondura fue como una puntada a su corazón. No se oyó nada.

-Eres pequeña para tanta merca -El Sapo hurgaba las chipas y butifarras de Marta. Trabajo infantil prohibido, agregó.

-Es mi hija. Está aprendiendo. Una y una –dijo Enriqueta dándole rosca y chipa y un atadito con dinero.

Enriqueta sostenía el bamboleo del bolso sobre su cabeza. No dirigía miradas hacia atrás pues temía delatarse si bien estaban a bastante distancia del edificio de guardias. Repecharon resignadas la trillada pendiente pedregosa en camino hormiga con hileras de villenas que volvían. Marta aspiraba el aire caliente, agotada por el esfuerzo frente a las aguas frías brotadas de las heridas de las lajas del cerro. Al pie del manantial las paseras mitigaban los ardores del estío. Enriqueta refrescó la nuca de Marta dándole de beber.

Continuaron trepando confundidas en la batahola de voceos y bocinas, abrazadas por un relumbrón de sol reverberando en el río.

Al llegar a la cima, a pasos del mercado oloroso de fritangas, Enriqueta abrió el bolso. Desató la húmeda toalla y un agudo chillido estalló desde las entrañas de rocas de la plazoleta en la cual estaban. Volaron locotes maduros, mazos de perejiles y mentas, los perros ladraron asustados y una bandada de loros aligeró un mango cercano. Enmudeció la feria frente a Piloncho, que aturdía con sus berrinches como si hubiera acumulado todos los registros pulmonares de su especie para atronar el aire ese día.

Encima lloraba. Eran lágrimas espesas que Marta las enjugaba. Desde la carnicería se avino don Aparicio, secándose las manos en el delantal, acompañado por sus amigos.

Enriqueta cumplía con lo pactado. Ahí estaba, en brazos apenas sostenido desde las axilas por Marta, la mercancía. Aparicio trató de tomarlo y Marta se negó.

Se reunieron en la trastienda de la carnicería. Las invitaron al concilio, como llamaban al encuentro de los sábados a la mañana, con un chupín de bagres. Una olla negra borboteaba en un improvisado anafe. Estaban los amigotes de Aparicio: el embarcadizo jubilado, el prefecturiano de franco, el ordenanza municipal. Para ellas limonada helada. Marta agarrada al Piloncho que, después de tomar agua desconfiado en exceso, se arremolinaba en sus faldas.

Aparicio, de silencioso andar, manchado el delantal de estrías y costras rojizas, escuchaba las opiniones que divergían sobre el tema del lechón: si se aceptaba el animal la chica se curaba; sin acuerdo la pequeña quedaba con él pero sin tratarse; si fuera a Enriqueta ella seguro lo vendería en la feria. Hasta que Aparicio, sudada jarrita en manos, sentenció:

-Simple: el cerdito va para la chica. Los demás haciendo una vaquita grande para los remedios. Feliz Navidad.

Un aplauso cerró el concilio. Marta lloró en el pecho de su madre sin soltar al cochinillo.

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