El violín de Tavarengüé

domingo 27 de septiembre de 2020 | 4:30hs.
El violín de Tavarengüé
El violín de Tavarengüé

Roberto Maack

Se escucha un sonido suave, como una melodía, apenas se pisa el césped bien cuidado de la reducción. No hay casas cercanas. La presencia humana en las ruinas de Jesús del Tavarengüé resalta por eso, por lo bien cuidado del predio. Y nada más. No hay centros de interpretación, ni guías. El vecino más cercano es el colono de la chacra que linda con el predio estatal, a más de mil metros de distancia. El acceso terrado y distante del asfalto lo convierte en un lugar lejano para los turistas. Las ruinas de la antigua iglesia jesuita conservan su soledad, refinada por el paso de los siglos. Por eso llama la atención el sonido de la música que se escucha apenas llegar.

-¿Qué es esa música papá? ¿Es la radio del auto? -pregunta la niña. El hombre saca la llave del vehículo de su bolsillo y vuelve a activar el cerrado automático que, lo sabe, apagará todo lo que consuma batería en el coche, incluso la radio.

Y confirma: -No, no es el auto.

Él también escucha el sonido, como de cuerdas, ¿de violines?

Vuelve a mirar a los alrededores. No hay nadie cerca. Solo ellos.

Parece venir de dentro de los muros de lo que queda de la iglesia, pero el viento no muy fuerte pero constante, ayuda a desorientar.

Son unas notas dulces como de música religiosa.

-Puede que sea el viento al pasar por los restos de la construcción, entre las piedras-, intenta hallar una explicación el hombre.

A medida que avanzan hacia la iglesia la melodía se escucha con mayor nitidez. Pero al llegar al templo, el sonido se diluye. Al ingresar al portal, el hombre desconfiado revisa detalles de las paredes buscando cables o algo que delate algún sistema de audio. Nada. Ni siquiera rastros que indiquen alguna intervención reciente. El sonido brota de nuevo en la mitad de la iglesia. Ahora parece venir desde el fondo de la construcción. En el lugar donde habría estado el altar.

Sin embargo tampoco hay nada. Solo una escalera que desciende hacia lo que habría sido un subsuelo que ahora está tapiado por las piedras.

-Seguramente acá es donde ensayaban los músicos de las antiguas reducciones -dice el papá para llamar la atención de la niña, que ya se olvidó de la extraña melodía y se muestra interesada en las ventanas y en la escalera que lleva al campanario.

El paseo sigue un poco más en el patio del costado, también de césped muy bien cuidado, y termina sobre los límites del predio en un árbol de tamaño mediano. Una planta de yerba mate.

De regreso a la ruta para seguir el Camino de las Reducciones, padre e hija ven a un hombre que espera el transporte urbano en un refugio. Viste camisa y corbata, parece el uniforme de un colegio. Carga con un estuche de un instrumento musical.

-¿Y si le llevamos?, dice la niña. El papá duda un momento.

Pero como ya está con el coche detenido esperando que pasen unos camiones para retomar el asfalto, asiente y baja la ventanilla.

-¿Hacia dónde va, amigo?

- Hacia San Cosme, dice el desconocido.

- Qué coincidencia, vamos hacia el mismo lugar. Venga con nosotros.

Suba.

Ya en la ruta la niña vuelve a sacar el tema de la melodía que se escuchaba dentro de los muros de las reducciones.

-¿Vienen de visitar las ruinas de Jesús? -pregunta el pasajero y agrega-. No todos pueden oír el sonido dentro de la iglesia. Yo lo escuché. Depende del clima también. Soy profesor y provengo de una familia de músicos.

 El pueblo fue fundado en el año 1658. Y fue uno de los más lindos de las misiones jesuíticas. La iglesia que visitaron está inconclusa. Iba a ser una réplica de la de San Ignacio de Loyola que está en Roma. En la escuela comparamos las imágenes con los alumnos y es notable el parecido. Pero la construcción se detuvo cuando los padres fueron expulsados en 1767. Y se quedó así, sin terminar.

-¿La melodía que se escucha tiene alguna explicación? -quiso saber el hombre.

-Los guaraníes tenían mucha facilidad para los instrumentos y la música fue una de las herramientas que usaron los jesuitas para acercarse a las comunidades. En mi familia los mayores cuentan que los mejores músicos de las misiones eran de Itapúa. En esta zona vivió varios años el padre Doménico Zipoli, uno de los grandes maestros y compositores de la época. Compuso muchísimas obras que fueron destruidas con la expulsión de los jesuitas. Solo se salvaron y están disponibles, para quienes las quieran escuchar, las partituras halladas años atrás en las reducciones de Chiquitos en Bolivia. Esas se salvaron.

Cuando los padres fueron expulsados, la misión más poblada era la de la Santísima Trinidad, que está acá cerca. Seguro ya la habrán visitado. En los muros del templo, esculpidos, todavía se pueden ver ángeles con instrumentos de cuerdas y de vientos. Y, si miran bien, hay un ángel con un arpa, que es el instrumento que nos identifica.

Lo trajo el padre Antonio Sepp. Pero su obra más grande estuvo del otro lado del Paraná, en la misión de Nuestra Señora de los Reyes del Yapeyú, ahora provincia de Corrientes. Esa reducción fue una escuela de músicos adonde iban jóvenes de toda la región.

Uno de ellos fue Julián Atirau, nacido en Jesús del Tavarengüé.

Tocaba varios instrumentos, pero se destacaba en el violín y el arpa.

Era un virtuoso. Compuso un minueto para dúo que figura en las antiguas cartas de los padres. No había celebración a la que no fuera invitado. Incluso fue llevado a la provincia de Córdoba para recibir y dar la bienvenida a autoridades de la congregación. Cuentan mis mayores que fue tan querido y reconocido que los padres decidieron sepultarlo debajo del altar, junto a otros dos curas que yacen ahí, en la iglesia que visitaron. Y que la música que se oye ahí, que algunos escuchan, es de su violín que, en días muy especiales, sigue tocando.

-Yo escuché. Le juro que escuché -dijo la niña, con la expresión tomada por el asombro.

-¿Viste? Sos una afortunada- dijo con una sonrisa el profesor de música.

El coche mermó la velocidad. La entrada a San Cosme estaba a la vista.

- En la rotonda me bajo, dijo el hombre.

- Muchas gracias por la charla. Y por lo que nos contó- dijo el papá de la niña.

El desconocido tomó el violín y se bajó del coche. Miró para uno y otro lado antes de cruzar la avenida.

-¡Una cosa más! -le gritó el automovilista- ¡¿cómo es su nombre?!

- Julián. Julián Atirau.

El relato es parte del libro La clave Zipoli, segunda edición septiembre 2020