MAGAN

domingo 20 de septiembre de 2020 | 5:30hs.
MAGAN
MAGAN

Luis Daniel Flores

57 años después  supe su verdadero nombre. Lo llamábamos simplemente, Magan.

Corría el año 1963, con 13 años, estaba estudiando como interno, en el Instituto Juan Bautista Alberdi (IJBA), cercano a la localidad de Leandro N. Alem, Misiones.

-!Magan está tocando el piano!, ¡Magan está tocando el piano!

El grito hacia ecos en el pasillo de aquel internado del (IJBA). Salíamos corriendo para presenciar una escena inolvidable. La primera vez que lo vi no salía de mi  asombro y ahora recordándolo muchos años después me sigue asombrando. Con su pelo largo, desordenado, cejas pobladas con canas, gesto adusto, vistiendo un saco arrugado y harapiento, apoyaba sus largos dedos sobre el teclado del piano y los movía ágilmente para producir una melodía preciosa, atrapante. Algunos estudiantes le pedían:

 – Hacele cabalgar a Juancito! Dale!-

Y Magan comenzaba a tocar de manera rápida, frenética y saltaba sobre el asiento. Algunas veces algunos se burlaban de él y le decían “caballo loco” lo que provocaba su ira y nos corría infructuosamente, para luego alejarse con pasos largos, encorvado, las manos atrás, hasta desaparecer por la colina del campus de ese colegio.

Su presencia enigmática, excéntrica e imprevista fue uno de mis primeros indicios de lo incomprensible de la vida y de la belleza de la música.

Cuando mi primo Daniel, escritor y teólogo, me preguntó si recordaba algo de aquellos años de internado en el IJBA, para escribir un libro sobre esa institución, lo primero que recordé fue al  “loco” Magan. Supe entonces que su nombre era Hamilton McGaun, de ahí lo de Magan.  

La emoción del recuerdo y mis  sentimientos hicieron que construyera su historia.

¿Quién era Magan? ¿Por qué  llegó a aquel lugar casi recóndito de la provincia de Misiones, sobre una picada con caminos de tierra en mal estado y con pocos pobladores?

Nació en Escocia. Se quedó sin padres en la adolescencia. Su padre falleció durante la segunda guerra mundial, en unos de los bombardeos a la que fue sometida Escocia por los aviones de la Luftwaffe alemana, donde miles de escoceses murieron y quedaron sin hogares. Su madre, que le inculcó preceptos religiosos adventistas y le enseñó a tocar el piano, murió pocos años después de tuberculosis. Y quedó  al cuidado de un tío, hermano de su madre.

La situación de pobreza y falta de trabajos de la inhóspita Escocia de aquel entonces invitaba a buscar una nueva vida en las Américas y su tío decidió viajar hacia ella llevando consigo a su sobrino. En el día de la partida una multitud se agolpaba en el puerto. Entre gritos,  corridas y el sonido de las sirenas de los navíos, perdió de vista a su tío, y nunca más supo de él. Desesperado y desahuciado tomó la decisión de subir a uno de los buques que estaban por partir. Era el buque equivocado.

El navío recaló primero en Brasil y luego en Buenos Aires, fin del viaje. Desembarcó con sus escasas  pertenencias, entre ellas una biblia. Averiguó donde había una iglesia Adventista y se enteró que en Entre Ríos estaba el Colegio Adventista del Plata y hacia allí se dirigió.

Su objetivo fue estudiar teología. Se permitía en ese entonces trabajar y costearse los estudios. Y ahí encontró pianos. Su oído perfecto y gran memoria le permitía interpretar diversas melodías con solo escucharlas. El genio sentimental de Franz Liszt lo atrapó de  pequeño. También dibujaba muy bien y tenía una bella caligrafía.

Una tarde tocando el piano, en el salón de actos,  levantó la vista y estaba ella, sonriendo, asombrada, mirándolo.  Magan atinó a decir:

-Hola.

Una verdadera declaración de amor para la parquedad de Magan.  Ella, demasiada tímida, solo atinó a alejarse rápidamente del lugar. El quedó enamorado a primera vista.

Magan comenzó a buscarla, y la ubicó en un curso del magisterio. El recreo era el momento de entablar relaciones entre los jóvenes. Y así comenzó a conversar con ella, sobre la música y, sobre todo, los ideales y el futuro. Llegó a manos de Magan el libro “Hijos de la Selva” que inspiró a muchos a ir al Amazonas  a recorrer en lancha  ese majestuoso río, ayudar a las poblaciones indígenas de sus márgenes y predicar el evangelio. Ella le expresaba su interés en compartir esos ideales,  le atrapaba esa personalidad por momentos enigmática y  frenética. Pasaron así dos años de charlas y cartas o notas secretas llevadas por compañeros.

La vida le sonreía a ambos,  por el amor y los sueños por cumplir.  Ella le comentó a sus padres, pero estos nunca aceptaron que su hija pudiera enamorarse de un desconocido músico de oscuro origen y medio raro, según averiguaron.

Cuando se aproximaba la graduación, Magan le escribió a su amada una carta donde le proponía casamiento, hacer un curso de enfermería, para ser más útiles y viajar al Amazonas.

Los padres ya habían advertido a  la preceptora del internado de la situación y las pertenencias de la hija comenzaron a ser revisadas y las cartas de Magan fueron  requisadas. Los padres retiraron repentinamente a su hija del colegio, ella no tuvo tiempo siquiera de despedirse de sus amigas y tampoco de Magan. Nuevamente otro ser querido desaparecía de su vida. Se sintió despreciado y traicionado. Sus sueños se hicieron añicos, para siempre.

Magan empezó a tener un comportamiento taciturno, parco, retraído. Dejo de trabajar. Atinaba ir todas las tardecitas  al salón de actos y tocar infatigablemente el “Sueño de amor”, de Liszt. Las lágrimas se abatían de su rostro y se detenían rasgadas sobre las teclas. Hallaba alivio con “Consolación” también de Liszt. Aunque su desconsuelo sería eterno, la música le proporcionaba ese magnífico y benéfico atributo de mitigar las tristezas y desesperanzas y sublimarlas. Las armonías expresan en forma tan especial las emociones y sentimientos más profundos.

Ya no podía soportar seguir en el Colegio. Decidió también desaparecer, y ser un errante para siempre. Tomó un coche motor  en el “apeadero” cercano al colegio y llegó hasta la ciudad de Concordia y de ahí se coló en un tren de carga y se dirigió a Misiones donde sabía que estaba otra institución adventista, el IJBA.

Ahí lo conocí. Se aparecía cada dos o tres meses y venia directamente al comedor donde estaba el piano y comenzaba a tocar casi siempre la Rapsodia Húngara de Franz Liszt. Para ese entonces el parecido físico con Liszt era notable, en especial la melena y su cara. Con Rapsodia podía expresar su ímpetu,  su bronca, no solo necesidad de un consuelo. Esa ráfaga de música atrapante provocó en nosotros, adolescentes, el gusto y asombro por la música.

Su espíritu de búsqueda interminable lo llevó a caminar como un linyera las rutas de la tierra colorada. Llegó  a conocer la belleza selvática de las cataratas del Iguazú y entablar amistad con otro solitario ermitaño llamado el “Vasco de la carretilla” que vivía, en una casilla de chapa pintada artísticamente, a pocos metros del salto Dos Hermanas.

En algún momento recaló en la localidad de Oasis, donde encontró un piano y compuso un tema de homenaje, a ese poblado fundado por adventistas.

Al final de sus días, casi sin poder caminar, un asilo se apiadó de él y le dio refugio: A su vida, a sus aventuras, a sus desesperanzas. Pero aun con el amor que no pudo, ni quiso olvidar.

El relato es inédito y forma parte de un libro de próxima edición. El autor publicó Vivencias en 2016