Dos sotas

domingo 13 de septiembre de 2020 | 2:30hs.
Dos sotas
Dos sotas

Rodolfo Nicolás Capaccio 

Se jugaba al chin chon en la casa del médico del pueblo.

Era una tarde lluviosa de invierno y las calles un fangal por donde sólo transitaban quienes tenían verdadera necesidad de hacerlo.

Mi juego, reunido con mala suerte, consistía en dos sotas más una modesta escalera de copas, y en el húmedo desgano de un domingo, sin otro entretenimiento que jugar a las cartas, esperaba que el azar me trajera la baraja faltante.

En eso entró a la habitación la empleada, una muchacha de la chacra que oficiaba también de enfermera para avisar que había llegado una mujer con fuertes dolores de parto.

El dueño de casa pasó entonces a la pieza contigua, que era el consultorio, y a poco asomó la cabeza para decir algo sobre una inyección, un medicamento o algo parecido.

La reunión quedó alterada y el juego se suspendió.

La había traído el marido, acostada en la caja de un carro polaco desde unos quince kilómetros. Era gente de lo más humilde, colonos de una picada casi perdida que con seguridad no tenían previsto para la emergencia venir hasta el pueblo, pero que a último momento, asustados, pensaron que era preferible recurrir al médico.

Esta información la iba dando la empleada -ahora en funciones de enfermera- en momentos en que pasaba con una bandeja enlosada de la que sobresalían las puntas brillosas del instrumental esterilizado.

Con los dedos corrí el velo que empañaba el vidrio de la ventana y vi que el marido había quedado junto al carro. Estaba empapado, en actitud de resignada espera, quizás abrumado por la preocupación de afrontar gastos que estaban más allá de sus posibilidades. Descalzo, con los pantalones arremangados, se había recostado contra una de las ruedas del carro mientras los bueyes, embarrados hasta la barriga, mantenían las cabezas gachas bajo el yugo.

Dentro de la habitación el calor era sofocante y contrastaba con el frío y la llovizna que empapaba el pueblo. Alguien aprovechó la pausa para hacer café y las mujeres prendieron cigarrillos. Alguno fue hasta el baño y la conversación se dispersó por cualquier rumbo.

El episodio era parte de la rutina de la casa y los dueños estaban habituados a interrumpir lo que estuvieran haciendo, solos o con visitas, para atender las emergencias.

Las cartas habían quedado boca abajo en la mesa, dispuestas en abanicos que recordaban la posición que cada uno ocupara sentado.

Fue entonces cuando a través de la puerta comenzaron a llegar las voces y los quejidos de la parturienta. Con rapidez crecieron hasta convertirse en gritos desgarrantes.

En la mesa el parloteó de las mujeres se exaltó, pero siempre en sordina, al tiempo que las que eran madres desgranaban los comentarios pertinentes y evocaban las dificultades que cada una había tenido en ese mismo trance.

Tuve por un momento el impulso de salir e irme a mojar junto al hombre que esperaba afuera, más que por solidaridad, por escapar de la opresión que creaban los gritos de la mujer, las voces sofocadas y tensas de quienes la asistían y el patente nerviosismo de todos. Pero la pesadez del ambiente, el humo y el invencible tedio de un domingo lluvioso me retuvieron tomando mi café.

A poco, los quejidos se fueron espaciando hasta desaparecer.

Desde que la reunión se dispersara yo estaba con ganas de mirar las cartas que tenía al lado, pero una honestidad pueril me lo impedía. Por fin me decidí. Extendí la mano y cuando ya estaba por conocer el juego del vecino, se abrió la puerta y apareció el médico con el recién nacido.

Lo ofreció húmedo y desnudo a las mujeres que a un tiempo extendieron los brazos para recibirlo. Del vientre había pasado a esa habitación llena de voces y de aire impuro.

Era un morocho de pelo crecido que fijaba la vista como reconociendo a cada uno. Lo hicieron circular de mano en mano. Alguien brindó por él alzando una copita de anís y su pequeño cuerpo flotaba entre el humo y las bienvenidas con cara de aceptar la situación, pero sin dejar de estar un poco desconfiado.

Por fin se pensó en que había que cubrirlo. La madre no había traído más que una especie de pañuelo grande, formado por retazos de cuanto trapito pudo conseguir cosidos a largas puntadas, pero de la casa y de la vecindad pronto apareció esa ropa que suele guardarse para estas ocasiones.

Las prendas le iban grandes en su mayoría, sobre todo un gorro de lana con el que lo coronaron y que acabó por conferirle una apariencia casi adulta. Él simplemente miraba, un poco alerta entre tano ajetreo, como adaptándose a la sucesión de contingencias que sería su vida de misionero humilde.

Algunos ya hablaban de reiniciar el juego cuando las mujeres todavía se lo pasaban de regazo en regazo. La situación se había distendido y entonces, por fin, me animé a inclinarme para revisar las cartas ajenas, pero me contuve al ver que por la puerta del baño aparecía otra vez el médico, ahora frotándose las manos recién lavadas. Se acercó a la mesa, tomó el café que se le había enfriado y estudió su juego. Alzó una carta del mazo, abrió grandes los ojos con satisfacción y cortó la mano.

Ni siquiera pude enganchar las dos sotas.

Rato después, ya sin interés en la partida, volví a mirar por la ventana para ver si había parado la llovizna. En el anochecer vi que el padre seguía junto al carro. No pude saber si ya estaba avisado de lo acontecido. Posiblemente sí, pero él seguía en actitud de espera, apartado, pitando de tanto en tanto un charoto que guarecía en la mano. Mientras, ya borroneados en las sombras, los bueyes agitaban la cola entredormidos y movían los morros como si murmuraran una extraña plegaria.

El relato es parte de libro “Pobres, ausentes y recienvenidos”. Editorial Universitaria de Misiones/ 1995. Capaccio es  licenciado en Comunicación Social. En 1997 recibió el premio Arandú por su novela Sumido en un Verde Temblor