Desencuentro en el Cañaveral

domingo 06 de septiembre de 2020 | 4:30hs.
Desencuentro en el Cañaveral
Desencuentro en el Cañaveral

Marcelo Rodríguez

La noche tosía el humo de los “charutos” que impregnaban cada recodo del bar de “Cicinho”. Los resecos tablones de madera y el techo de zinc perforado delataban a gritos las décadas que la vieja casona de madera estuvo al servicio de los tareferos, cortadores de caña y moradores de la sosegada colonia misionera ubicada en la frontera nordeste, donde el Río Uruguay abraza las costas de Argentina y Brasil . Una veintena de trabajadores rurales compartían anécdotas y bebidas fuertes en vísperas del inicio de la zafra azucarera, sumergidos en la alborozada inconciencia que ciñe el alcohol. Se rumoreaba en la ronda de tragos que el “Polaco” Tarnowski había comprado una chacra lindante a la suya, y que este año, para trabajar sus 250 hectáreas de cultivos de caña, había contratado a una nueva cuadrilla de una provincia vecina encabezada por Marcos Pereyra, un joven, robusto e instruido jornalero conocido como “el gemelo”, quien se fue ganando la confianza de los gringos por su eficiente desempeño en los cañaverales en desmedro de las cuadrillas locales. El recelo entre sus pares era evidente y aguardaban la oportunidad para demostrar su fastidio.

Sentado en una mesa en soledad estaba Renato Coutinho alias “Capuringa”, el más experimentado cortador de caña de la chacra de Tarnowski, hombre de pocas palabras y de carácter adusto. Sólo dos elementos lo acompañaban: un vaso de vidrio desguarnecido de cachaza y un machete 22 respetable, intimidante, refulgente y nuevo, que claramente contrastaba con sus prendas de vestir abatidas por el uso, ultrajadas por el tiempo y curtidas de laterita. Indigentes harapos, evidencia testimonial contundente de una vida de explotación y miseria. Su mutismo irradiaba miedo. La corteza de su rostro exhibía un sin fin de cicatrices que el recio trabajo en los montes le propinó y otras tantas acuñadas en riñas con sus iguales. Miraba extraviadamente hacia los tirantes del techo, tal vez imaginando su labor en el cañaveral. Era su tarea predilecta, su mundo preferido y su perfecto hogar. Conocía cada recoveco de la chacra del Polaco, cada hectárea plantada y por más de 30 años le brindó sus servicios. Esperaba ansioso la zafra para abatir la caña con brazadas indomables, encendidas, impiadosas, escuchando con júbilo los ecos estridentes del golpeteo sobre las interminables plantaciones.

Cerca de la medianoche, procurando saciar su sed antes del descanso, Marcos Pereyra, el Gemelo, ingresó al bar. Con un cabezazo improvisó un respetuoso saludo a los presentes. Todos callaron y miraron despreciablemente al trabajador foráneo. Sin reparos, el joven se acodó en el tablón de lapacho que oficiaba de barra y pidió un vaso de vino. Capuringa, sentado a pocos metros, con mirada desafiante y despectiva quebrantó el silencio fúnebre del momento con una frase más que provocadora.

—Sólo los cobardes y las ratas piden vino por acá. Los verdaderos machos tomamos cachaza.

El Gemelo no ignoró la agresión verbal. Tomó su vaso, se dio media vuelta y con una sonrisa irónica le respondió.

—Si sos tan macho, bancate este trago. ¡Ratón! —al tiempo que le arrojó íntegramente el líquido tinto por la cara. En cuestión de segundos ambos estaban frente a frente machete en mano, como dos gladiadores, girando en círculos, arrojándose estocadas mortales con afiladas hojas que rebanaban el denso aire, propinándose insultos, desafiando a la muerte que rondaba inquieta como un torbellino de cuervos.

Un disparo intimidatorio calibre 38 efectuado por Cicinho hacia el piso de su local puso punto final al peligroso altercado. Uno a uno los trabajadores se fueron marchando. Capuringa, antes de atravesar la puerta, arrojó una insolente amenaza.

—¡Te juro que mañana en lo del Polaco te busco y te mato!

El Gemelo se acodó nuevamente y pidió otro vaso de vino. Reflexivo, absorto y sin apuro, esta vez lo bebió. Pagó su consumición y se retiró del bar caminando por las huellas de tierra colorada, sintiendo como la helada lo abrazaba por la espalda.

Horas más tarde, mientras los gallos serenateaban al alba, los vetustos camiones atravesaban la frígida serranía, blanca de temperaturas bajo cero. Llevaban en su parte trasera trabajadores acurrucados, bultos apiñados soportando los crueles latigazos de la helada. Entre ellos, un niño frotaba sus pequeñas manos tiritando el frío punzante. Miraba la luna, la misma que reflectaba sobre el río en sus noches de pesca, cuando soñaba enganchar algo grande, un surubí tal vez o un dorado, o algún tesoro jesuita aprisionado en el fondo de las aguas turbulentas, riqueza que le pudiera desandar por siempre su vida de pobreza y rudos trabajos, carente de juegos, escuela y alimentos.

Los camiones apagaron sus motores en la chacra del Polaco. Las gélidas siluetas fueron descendiendo y tomando ubicación para iniciar los cortes y cargar el producido. De repente, como un fantasma agazapado emergiendo de entre los muros vegetales, apareció Capuringa. Encaró en diagonal como lo hace un alfil para vencer a su oponente y en el tablero de la vida anunció su jaque la fatalidad. En un sólo movimiento de derecha a izquierda, el veterano jornalero “bautizó” su nueva herramienta de trabajo asestándole un golpe raudo, preciso y seco en el cuello de su rival, como si se tratara de una caña de gran diámetro.  No vertió guarapo de ese tallo sino el néctar rojo elemental de la vida. Tras el certero y efectivo ataque, la víctima se derrumbó, y mientras el vaho de la sangre se elevaba como volutas de humo por encima de las cañas, Capuringa le recordó su amenaza.

—¡Te dije que te iba a matar! — y tras dar un escupitajo al cuerpo tendido y agonizante se adentró al cañaveral con rumbo desconocido cargando, en la liquidación de su primera quincena, un violento asesinato.

Los trabajadores observaban la funesta postal mientras el líquido candente del cañero abatido derretía la sólida escarcha mañanera y regaba de infortunio las plantaciones. Minutos después, un joven llegó corriendo, y tras ver el cuerpo en su lecho de muerte comenzó a gritar desconsoladamente llenando sus venas de ira. Eran los lamentos de Marcos Pereyra, el Gemelo, quien lloraba en cólera la muerte de su hermano David, su par, con quien había compartido todo desde el momento mismo de la concepción.

El inicio de la zafra cañera se teñía de desdicha y tragedia con la muerte impetuosa de un inocente trabajador que dignamente soñaba con un futuro promisorio y con desterrar su páramo de penurias.

Este cuento forma parte de “Cuentos con Esencia Misionera” libro de inminente publicación. Es finalista en el 72º Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Renacer de las Palabras”.