Las cataratas de la Victoria

Lunes 27 de febrero de 2017
“La cuenca del Iguazú es una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero”. | Foto: Natalia Guerrero
“En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el río Iguazú debe salvar un desnivel de ochocientos metros. Como se trata de una gran masa de agua de velo­cidad normal y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota. La cuenca del Iguazú es una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero. Si el Iguazú nace a novecientos me­tros de altura, sus numerosísimos afluentes cobran origen a mil trescien­tos metros para vaciarse en aquél tras un curso relativamente breve. Toda esa vasta cuenca se revuelve en tumbos de agua, cachoeiras, saltos y cataratas cuya sacudida, propagándose de unos a otros sin solu­ción de continuidad, mantiene a la zona entera en un sordo e interminable fragor. La cuenca del Iguazú no es dilatada, pero el régimen de lluvias torrenciales a que está sometida compensa al exceso su brevedad. Los ciento veinticuatro kilómetros cúbicos de agua que se desploman por año sobre los bosques natales son absorbidos en su mitad por el Iguazú. Y si es­tamos atentos al desnivel apuntado comprenderemos que cada caída a plomo de esa inmensidad líquida encierre una formidable energía me­cánica. De los dos mil trescientos veinte kilómetros de curso total del río Iguazú, sólo ciento veinticinco corresponden a nuestra frontera. Cuando faltan apenas veintitrés kilómetros para alcanzar su desembocadura en el Paraná, el lecho del río, cuyas aguas vertiginosas anunciaban ya, desde una hora atrás, la sima abierta a su curso, se corta de pronto. Allá abajo, a ochenta metros de profundidad prosigue el lecho nuevo. En ese preci­picio a pico, sobre el abismo, el río se vuelca entero, con un volumen y una pesadez de los que sólo da idea la maciza convexidad del agua al doblarse sobre el vacío. Las cataratas de la Victoria se tienden en un vasto hemiciclo a través del Iguazú. En el fondo carcomido de ese arco, las aguas, como concen­tradas allí, se hunden en tal masa que el abismo pareciera absorberlas. En la extremidad del hemiciclo que arranca de la costa brasileña dos inmensas cascadas lánzanse al vacío, en chorro, para alcanzar el nuevo lecho a los ochenta y dos metros, cuando las aguas están muy bajas, y sólo a los cincuenta y siete en las grandes crecidas. En el otro extremo del arco, sobre la costa argentina, la muralla volcánica se tiende adelante en varias plataformas, por donde las aguas canalizadas se precipitan a saltos. La catarata no puede ser apreciada en todo su conjunto sino desde mil metros de distancia. Ofrece desde allí el aspecto de una pesadísima cor­tina de agua, rasgada a trechos por negros pilares de basalto. Al pie de las cataratas, las aguas convulsionadas convergen hacia un cañón de cien metros de altura y apenas cincuenta de ancho, por donde aquéllas se precipitan rugiendo…”
“… Nos queda la catarata. El brevísimo apunte que hemos hecho de ella corresponde a su aspecto exterior, vista desde la distancia mí­nima de mil metros. Densas nubes de agua vaporizada velan la caída de las aguas. Según la presión atmosférica y el grado de humedad, los vapores ascienden a veces en ralos cendales que en breve se desvanecen. Algunos arcos iris desvanecidos coloran aquí y allá la neblina. Esta es la visión externa y lejana, volvemos a repetirlo, de las catara­tas del Iguazú, y es la que percibe el turista desde el belvedere consa­grado por el uso. Cosa muy distinta es afrontarlas a su mismo pie, y es allí donde únicamente se adquiere el sentimiento de las grandes caídas de agua. Ignoro qué modificaciones ha sufrido hoy el paisaje circundante y si se ha facilitado el acceso al pie de las cascadas. Tal vez sí.

En el abismo
“Pero cuando hace veintiséis años Leopoldo Lugones y yo conocimos la catarata de la Victoria, no hallamos otro modo de descender al cráter que lanzarnos a la ventura en compañía de no pocos peñascos sueltos. Los bloques de basalto del fondo, adonde caímos por fin, estaban cubiertos de un musgo sumamente grueso y áspero a la vez cubierto literalmente de ciempiés. Diez minutos antes, allá arriba, las cataratas, su albor y su iris esplendían al sol radiante de un día singularmente calmo y dulce. En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragorosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes. Las rachas de viento y agua despedidas por los saltos se retorcían al encontrarse en remolinos que azotaban como látigos. No reinaba allí la noche, pero tampoco aquella luz di­lu­viana era la del día. Helados de frío, cegados por el agua, chorreantes y lastimados, avan­zábamos sobre un dédalo de piedras semisumergidas, cada una de las cuales exigía un salto e imponía una brusca caída de rodillas so pena de desaparecer en el agua insondable que corría entre aquéllas con velocidad de vértigo. Un paisaje de la era primaria, rugiente de agua, huracán y fuerzas desencadenadas era lo que la gran catarata ocultaba al apacible turista del plano superior. Y no estábamos sino al pie de los pequeños saltos".

Las escalerillas
"En el informe que sobre su viaje a la región elevó Lugones, creo que aconsejaba la aplicación de escalerillas de hierro a la muralla, con el objeto de facilitar el acceso hasta el fondo del cráter. Si se han colocado por fin, lo ignoro. Al regresar aquel día, náufragos y maltratados de nuestra exploración, se nos dijo que éramos los primeros en haber alcanzado hasta allá. De cualquier modo, satisface el alma haber adquirido en aquel caos de otras épocas el verdadero sentimiento de las cataratas”.