Algunos días después de la tormenta más grande que había visto la familia portuguesa desde su llegada al nuevo mundo, una enfermedad desconocida postró en la cama a la hija menor de Adriano Cunha. La cruel fiebre devoraba el brillo de sus ojos infantiles y, en su lugar, una tristeza adulta se había apoderado de su dulce rostro. Su madre, en soledad, lloraba como una niña. El apetito de la joven disminuía con el correr de los días y también lo hacía la carne de sus huesos. Los doctores llegaban desde otras tierras para verla pero no podían más que recomendar que mantuvieran la fiebre controlada. Los dientes de leche castañeaban de frío todas las noches a pesar del calor de esas latitudes. La familia, conmovida, se entregó a largos días de oración mientras los negros sirvientes se desvivían por regalar a la pequeña un momento de bienestar. Ella ya no sonreía. La humedad le corroía la piel. Unas ronchas aparecieron en su pecho como anticipo de una lúgubre putrefacción final. Eran oscuras y provocaban un tipo de comezón irritante. Debían atarle las manos a la cama para evitar que la niña se hiciera daño. Su madre se acostaba a dormir con ella en la cama para que pudiera sentir el calor y la caricia de un abrazo. Los esclavos se turnaban en vigilias para estar presentes ante cualquier necesidad de la pequeña. Lo hacían con una devoción digna del amor que inspiraba la niña y del buen trato que recibían por parte de sus amos.
Nuevos días de lluvia llegaron. Adriano Cunha salía por las noches a llorar su infortunio, la lluvia limpiaba las lágrimas de su rostro pero no así el dolor de su pecho. "Lluvia bendita, llévate esta enfermedad maligna del cuerpo de mi hija, introduce en mi cuerpo la peste más fatal para que mi sufrimiento acabe…", exclamaba enterrando los puños en el barro. El sufrimiento era tal para el poderoso comerciante portugués que no podía dormir en su propia casa viendo como su hija acariciaba la muerte. Había improvisado un techo de palmas secas bajo la intemperie y dormía lejos de su gente. Al menos algún miembro de la familia debía dormir. Él tenía que permanecer alerta durante el día para seguir con sus comercios y así poder encontrar alguien que conociera la enfermedad. Pero esa persona parecía no existir.
Durante una de esas noches húmedas, entró a su casa y descubrió una gotera sobre la cabecera de la cama de su hija. La delgada línea de agua recorría lentamente la pared hasta humedecer parte del cojín de la niña enferma. Su furia fue extrema. El hombre había exigido al viejo portugués que poseía los esclavos fabricantes de tejas, tomar los recaudos necesarios a fin de evitar problemas de ese tipo. Sin embargo, las goteras eran inevitables en aquella época y el tormento que rodeaba a los amos y sirvientes ante tan desgarradora realidad de la pequeña, hizo imperceptible aquel húmedo camino que invadía el espacio íntimo de su hija.