Castigo colonial

Martes 6 de junio de 2017

Algunos días después de la tormenta más grande que había visto la familia portuguesa desde su llegada al nuevo mundo, una enfermedad desconocida postró en la cama a la hija menor de Adriano Cunha. La cruel fiebre devoraba el brillo de sus ojos infantiles y, en su lugar, una tristeza adulta se había apoderado de su dulce rostro. Su madre, en soledad, lloraba como una niña. El apetito de la joven disminuía con el correr de los días y también lo hacía la carne de sus huesos. Los doctores llegaban desde otras tierras para verla pero no podían más que recomendar que mantuvieran la fiebre controlada. Los dientes de leche castañeaban de frío todas las noches a pesar del calor de esas latitudes. La familia, conmovida, se entregó a largos días de oración mientras los negros sirvientes se desvivían por regalar a la pequeña un momento de bienestar. Ella ya no sonreía. La humedad le corroía la piel. Unas ronchas aparecieron en su pecho como anticipo de una lúgubre putrefacción final. Eran oscuras y provocaban un tipo de comezón irritante. Debían atarle las manos a la cama para evitar que la niña se hiciera daño. Su madre se acostaba a dormir con ella en la cama para que pudiera sentir el calor y la caricia de un abrazo. Los esclavos se turnaban en vigilias para estar presentes ante cualquier necesidad de la pequeña. Lo hacían con una devoción digna del amor que inspiraba la niña y del buen trato que recibían por parte de sus amos.
 Nuevos días de lluvia llegaron. Adriano Cunha salía por las noches a llorar su infortunio, la lluvia limpiaba las lágrimas de su rostro pero no así el dolor de su pecho. "Lluvia bendita, llévate esta enfermedad maligna del cuerpo de mi hija, introduce en mi cuerpo la peste más fatal para que mi sufrimiento acabe…", exclamaba enterrando los puños en el barro. El sufrimiento era tal para el poderoso comerciante portugués que no podía dormir en su propia casa viendo como su hija acariciaba la muerte. Había improvisado un techo de palmas secas bajo la intemperie y dormía lejos de su gente. Al menos algún miembro de la familia debía dormir. Él tenía que permanecer alerta durante el día para seguir con sus comercios y así poder encontrar alguien que conociera la enfermedad. Pero esa persona parecía no existir.
Durante una de esas noches húmedas, entró a su casa y descubrió una gotera sobre la cabecera de la cama de su hija. La delgada línea de agua recorría lentamente la pared hasta humedecer parte del cojín de la niña enferma. Su furia fue extrema. El hombre había exigido al viejo portugués que poseía los esclavos fabricantes de tejas, tomar los recaudos necesarios a fin de evitar problemas de ese tipo. Sin embargo, las goteras eran inevitables en aquella época y el tormento que rodeaba a los amos y sirvientes ante tan desgarradora realidad de la pequeña, hizo imperceptible aquel húmedo camino que invadía el espacio íntimo de su hija.

Adriano seguía durmiendo en el improvisado techo vegetal fuera de la casa. El clima no mejoraba y las goteras en el hogar familiar eran más frecuentes. Finalmente, la lluvia se detuvo junto con el corazón de la pequeña niña. Adriano Cunha tuvo que encargarse en soledad de darle el servicio sepulcral adecuado porque los demás familiares habían caído víctima de la misma enfermedad. Los esclavos lo ayudaron con lágrimas en los ojos. Al día siguiente, se dedicaron exclusivamente a cuidar a los enfermos de la familia Cunha. La lujosa vivienda colonial parecía un hospital atendido por enfermeros africanos. El malestar que le impedía dormir bajo su propio techo tomó cada día más fuerza. Él, sin embargo, continuaba con el cuerpo lleno de vigor mientras su corazón se arrugaba de sufrimiento e impotencia.
La enfermedad progresaba en el nuevo mundo. También sus vecinos y una gran cantidad de habitantes de la colonia fueron víctimas de la desconocida peste, incluyendo al viejo portugués fabricante de tejas. Adriano Cunha se hizo cargo de la fabricación y comercialización de las mismas, esperando que más trabajo y responsabilidades mitigaran su dolor mientras las ronchas oscuras y la fiebre comenzaban lentamente a extinguir a los miembros de su familia.
La colonia debía continuar, él debía trabajar y duplicó la producción de tejas para techar las casas de todos los nuevos habitantes que desembarcaban cada mes. Siempre observaba a lo lejos el proceso de fabricación llevado a cabo por siervos dóciles y bien controlados por vigilantes armados. Dos de los esclavos más experimentados llamaron su atención. Moldeaban las tejas a una velocidad formidable apoyando el material crudo en sus gruesas y bien formadas piernas. A pesar del yugo que pesaba sobre sus hombros, demostraban una actitud para el trabajo digna de ser reconocida. Adriano Cunha se acercó para darles una abundante ración de comida en recompensa por su esfuerzo y, con horrible estupor, descubrió en sus piernas una cantidad considerable de ronchas oscuras. Cuando el portugués preguntó a sus esclavos por la erupción, ellos simplemente se encogieron de hombros y comentaron que era una enfermedad de la piel inofensiva, incapaz de producirles algo más que una ligera comezón. "Con el tiempo, a veces se va", dijeron. Los africanos parecían ser inmunes a ella. Adriano Cunha contempló cómo el sudor de las piernas esclavas se filtraba en el material moldeado y vio en los ojos abatidos de los sirvientes el poder invisible de una fuerza que había escogido a los oprimidos y a sus tejas como inocentes distribuidores de dolor y muerte.