“París y el odio” bajo la mirada de Beatriz Sarlo

Domingo 31 de julio de 2016

Turbas de origen islámico destruyen París. Antes del desastre final, un tirador furtivo interrumpe una fiesta aristocrática cuyos invitados se dedican a alimentar cervatillos ofreciéndoles tomates. Suena ridículo, pero así pueden ser las reuniones de una decadencia definitiva. La ciudad histórica y literaria ya no existirá y quien lo cuenta es un argentino, tanto el personaje, Eladio Marino, como Matías Alinovi, autor de París y el odio (Entropía, 2016).
Medio siglo después de Rayuela, Alinovi celebra París de una manera bien contemporánea: en lugar de la magia que irradia en la novela de Cortázar, la ciudad es aniquilada. Son dos formas distintas de la persistencia de un mito poderoso para los argentinos. Entre Cortázar y Alinovi, está la París de Victoria Ocampo, escenario en 1913 de una de las batallas de la nueva música, la noche en que la Consagración de la Primavera provocó la ira de un público también aristocrático, del que Victoria Ocampo se apartó, abrazando la causa de Stravinski y dando comienzo a su propio mito de París, el de la modernidad estética.
Cortázar puso a caminar a Oliveira y a la Maga por una ciudad especialmente diseñada para el flâneur culto, haciendo de cuenta que los puentes y los mendigos que dormían bajo sus arcos estaban allí para que la literatura trazara apropiados contrastes. Alinovi ya no puede repetir este programa porque ha sido demasiado desgastado por la ficción y por la realidad. Pero el magnetismo de París es tan persistente que, incluso detestándola, resulta difícil alejarse de su pasado, aunque sea en clave irónica.

En Rayuela, ese pasado literario son el museo de citas que, a todos sus lectores, si llegaron a la novela muy jóvenes, les ofreció una biblioteca de iniciación. Alinovi no repite este gesto, sino que narra la madurez, la vejez y la muerte del escritor Héctor Bianco, un nombre que conduce de forma transparente a Héctor Bianciotti, el argentino que tuvo éxito al migrar a la lengua francesa y terminó entre "los inmortales", como se llama en Francia a los Académicos. Por supuesto, haber elegido el apellido Bianco es una pista que, además de homenajear a un escritor poco citado hoy, conduce a la revista Sur, de la que José Bianco fue secretario de redacción durante dos décadas. La revista Sur nos conduce a Victoria Ocampo. Nada se pierde en las alusiones.
Alinovi ofrece muchas menciones levemente enmascaradas del campo literario francés que son amablemente divertidas porque no exigen gran trabajo. El temido crítico, cuyo programa de televisión fue un altar donde rodaban cabezas o se consagraban obras, Bernard Pivot, en esta novela pasa a ser Tizot; su programa, que se llamaba "Apostrophe", acá se llama Circunflejo. Gallimard, la legendaria editorial, se convierte en Gaulemard, donde en efecto trabajó Bianciotti; no falta la nrf, rebautizada Rnf, la Nouvelle Revue Française en cuya famosa sigla solo se desplaza una letra. Alfredo Arias aparece como Abelardo Soria y Copi, como Topi. Además de estas transposiciones, los nombres de las calles y de las estaciones de subte dan París con exactitud de sonido, que es lo que vale en la literatura, pero también con exactitud topográfica (o eso le pareció a esta lectora que conoce bastante mal París).
Las segundas novelas son siempre un problema. Nadie puede exigir que se repita la inesperada originalidad de La reja. Pero tampoco era posible prever que la escritura de Alinovi mostraría, justamente en esta novela parisina, muchos de los rasgos que Cortázar convirtió en estilo, hasta el amaneramiento. Los lectores los reconocerán en las oraciones sin final (porque se cree que ese truncamiento refuerza lo expresivo o lo coloquial); en las oraciones sin verbo conjugado (a las que se atribuye las mismas virtudes); en las oraciones independientes encadenadas por la conjunción "y" (que simplifican las enumeraciones o la narración).
Finalmente, en la forma que da a conocer los pensamientos del personaje, el famoso discurso indirecto libre, que, por supuesto, no inventó Cortázar, pero que lleva su marca para la literatura argentina. Esta escritura sucede como si Alinovi se hubiera contagiado del predecesor, pese a las ironías que le dedica.
Por eso, mientras leía esta segunda novela esperaba la tercera, la que todavía no llegó.